El letrero
de la entrada es el mismo hace treinta años, y es casi tan lúgubre como la
actividad que se lleva a cabo dentro del local. Sus letras descoloridas parecen
entremezclarse con el olor profundo y algo nauseabundo de los nardos y los
gladiolos -los que están y los que estuvieron. Por qué no, los que estarán.
Todas las mañanas, una señora gorda y un tanto achacada por la edad se trepa a
una escalera portátil y le da al letrero con una franela tan maltrecha como
ella. A diario, dale que dale, la señora intenta -en vano- sacarle algo de
brillo al cartel, que lucha incansablemente contra la idea de relucir o llamar
la atención.
Todo parece
igualmente sucio y ajado en ese lugar, como si todas las cosas buenas -la
alegría, la risa, los apretones de manos, las palabras positivas- hubieran
decidido huir de allí desde el momento mismo en que apareció el instalador y
colocó el anuncio: "Velatorios Pascual". Casi casi como si todas esas
cosas hubieran estado esperando el momento de saber qué clase de negocio sería
aquél, para definir su destino.
Al local se
accede por una puerta estrecha, de madera, un poco derruida por la humedad y la
falta de barniz. La puerta conduce a un breve pasillo oscuro, iluminado apenas
por una bombita que pende en medio del techo. A un lado hay un salón pequeño
-la oficina administrativa-, y un poco más atrás la sala velatoria, decorada
totalmente en colores oscuros y sobrios, como corresponde a una sala velatoria
que se precie de tal.
Yo tuve
ocasión de entrar a ese horrible y patético lugar hace unos años, en circunstancias
que prefiero no recordar demasiado. Sin embargo, diré que trabajaba para un
periódico local, y me enviaron a cubrir el velorio de una mujer que había
ahogado a su hijo recién nacido y luego se había suicidado... algo típico para
mi profesión pero que -tengo la absoluta certeza- recordaré por el resto de mi
vida, aunque parezca gracioso, por el pestilente olor de las flores que había
enviado el marido de la difunta. ¡Y eran flores frescas!! Mi estupor, un poco
menor que mi asco, me llevó a abandonar el velatorio dejando la nota
vacante- y a perder, lógicamente, mi puesto en el periódico. Desde aquel
momento, para mí el olor de la muerte se identifica con Velatorios Pascual.
En fin, el
caso es que hace más de dos años vengo pasando cada mañana por la puerta del
lugar, y por tal motivo asisto siempre al mismo espectáculo, el cual me ha dado
la idea para escribir esta historia, aunque había jurado que mis tiempos de
cuentista habían acabado ya.
Pues bien,
resulta que Don Pascual -el dueño de la casa velatoria- a la hora de apertura
del comercio se para muy derechito en el jardín delantero, las manos
entrelazadas tras la espalda y la mirada escrutadora, expectante. Incluso
cuando llueve o hace demasiado frío, Don Pascual invariablemente mira hacia fuera,
protegido de las inclemencias del tiempo tras la ventana de la oficina. Al principio,
yo creía que el hombre no tenía más motivación que la de no aburrirse mientras
esperaba que le cayera algún "cliente". (Después de todo... ¿qué es
un muerto para una pompa fúnebre, sino un cliente?). Sin embargo, al paso de
los días, los meses y estos dos años de invariable actitud... no me ha quedado
más remedio que concluir que Don Pascual espera cada mañana "ver a la
muerte pasar". Sí. El viejo ya no espera que repique el teléfono y algún
ser acongojado requiera de sus servicios, ya no espera tener que acondicionar
la sala para recibir a algún pobre infeliz que tuvo la desgracia de morirse a
los ochenta... él espera, simplemente, que esa mujer misteriosa pase y lo
salude... o lo que es mejor, tener él la oportunidad de saludarla, desenlazando
los brazos que reposan sobre su espalda y agitando los dedos levemente. Tantas
noches y tantos días ha pasado Don Pascual velando muertos ajenos,
encontrándose directamente con la cara de la muerte, que para él la muerte ya
es como una amiga, como una buena conocida a la que debe aguardar cada día, a cada instante...
porque si ella no existiera o se resistiera a instalarse en su local seguramente
su vida ya no tendría sentido, y no le quedaría más que echarse en un sillón a
soñarla... pero a soñarla, esta vez, para sí mismo. Porque, olvidé aclarar,
hace años que para Don Pascual la casa velatoria es absolutamente todo lo que
tiene en la vida.
Seguramente
pronto vendrá un día en que la
Muerte -esa desagradable costumbre que tenemos los seres
humanos- por fin acertará a pasar delante de Don Pascual, pero no lo saludará
agitando los deditos flacos en actitud cómplice... sino que se parará delante
del viejo y lo envolverá en un gran abrazo... tantos años de compartir sus
existencias y tantos años para por fin encontrarse el uno al otro... en un
abrazo irremediable.
Y eso,
seguramente, habrá de suceder una mañana de éstas... una mañana, porque está
claro que si Don Pascual espera a la
Muerte cada mañana, ella no será tan tonta de ir a visitarlo
justamente cuando él esté en otro lugar. Eso sí que lo sabemos todos: la Muerte, cuando busca
llevarse a alguien, sabe muy bien dónde encontrar lo, aunque el susodicho se
esconda. Nunca falla, la guacha.