Me levanté temprano esa mañana, tal vez, porque el
calor de la noche había sido tan insoportable que había pasado horas enteras
dando vueltas en la cama, para terminar dormida en un montón de sábanas
arremolinadas, empapada de sudor.
Me dí una ducha y salí a la calle, monedas en
mano, aunque al mirar el reloj caí en la cuenta de que sería mejor ir caminando
al trabajo. Tiempo me sobraba.
Las calles asomaban al día inmersas en un clima
pegajoso, los pensamientos se anudaban en mi cerebro, incapaces de aclararse,
muertos de calor, increíblemente enmarañados, revueltos y arrugados como las
sábanas de mi cama. No habían sido una buena noche ni un buen día el día
anterior. Demasiadas preocupaciones, demasiadas incertidumbres. Y encima este
verano intenso, interminable, pesado y denso, húmedo como nunca.
Llegué a la oficina, la misma oficina gris y
tediosa en donde trabajaba hacía poco más de una década. Su fachada sin rostro
me saludó, muda e indecente. Entré sin mirarla, la vista fija en el camino.
Como todos los días de los últimos diez años.
Dentro, cientos de personas se apresuraban a
iniciar otro día de labor, sin reparar siquiera en el otro, con la misma
imperturbabilidad de un autómata. Encendí un cigarrillo y me senté en mi
escritorio, el más alejado del vestíbulo. Estuve toda la mañana leyendo papeles
y escribiendo números, casi de modo inconsciente, haciendo breves
interrupciones para ir al baño y tomar un café. Al mediodía, un sándwich que
saqué de mi bolso, y vuelta a la computadora y su memoria infalible. Ahora que
recuerdo, esa tarde salí a comprar más cigarrillos en el kiosco de la esquina –
el único en varias manzanas -, pero el dueño estaba apilando unas cajas y no sé
si no me vio o se hizo el zonzo, tanto que me cansé de llamarle y al final me
fui insultándolo.
Como nadie en mi sector fumaba, me comí un chicle
y seguí trabajando.
Cerca de las cinco junté mis papeles y me fui
caminando lentamente hacia el reloj fichador… de manera que a las cinco en
punto ya tenía en alto mi tarjeta y adiós. Era viernes y los fines de semana
descanso, por lo cual decidí volver caminando mientras disfrutaba de la poca
brisa que acertaba soplar en la vereda de la sombra. Estaba
contenta, un poco porque era viernes y otro tanto por lo que había ahorrado en
viaje, así que hice todo el trayecto a casa canturreando y sonriendo para mis
adentros, sin detenerme a pensar en mis problemas y las discusiones con Pablo y
esa deuda que nunca llegaba a pagarle a la tarjeta de crédito.
Pablito no estaba en casa cuando llegué, como era normal
a esa hora. Me desvestí rápidamente mientras encendía la tele, me preparé una
merienda y me puse a revisar el correo, sin prisas.
Después de eso, ordené un poco la casa (a Pablo no
le gusta encontrar todo tirado y en eso, debo reconocer, soy un desastre), y me
dispuse a preparar unas milanesas “como a él le gustan”. Pero cada vez se hacía
más tarde y mi marido no aparecía. Traté de recordar pero no encontré detalle
alguno en mi memoria acerca de alguna actividad que pudiera demorarlo. Después
de varias horas, y harta ya de la televisión y sus programas cursis y de mis
ideas estúpidas, llegué a la conclusión de que Pablo seguía molesto conmigo por
la discusión de la noche anterior. Pensé que se estaba demorando porque no
quería verme. Después de todo, ese día no me había llamado ni una vez a la
oficina, como solía hacer cada mediodía. “Pucha –dije para mis adentros. Parece
que la cosa fue bastante lejos esta vez”.
Tal vez la situación se habría aclarado un poco si
me hubiese atrevido a llamarlo al celular, pero como conozco al Pablo enojado
ni siquiera intenté hacerlo. Decidí tranquilamente esperar a que llegara, pero
el sueño me vencía y terminé por irme a la cama, segura que a la mañana
siguiente las cosas serían más fáciles, como solía ocurrir.
Habíamos discutido fuerte la víspera. Sin embargo,
nuestras peleas nunca habían durado tanto; generalmente alguno de los dos se
comunicaba con el otro al rato, dando el brazo a torcer para no avivar las
asperezas. Esta vez, lamentablemente, no había sido así. Ya vería llegado el
momento cómo me las ingeniaría para arreglarme con Pablo.
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En la mañana del sábado esperaba ver a Pablo
dormido a mi lado… pero él no estaba cuando desperté. La verdad, no sabía bien
qué hacer, así que fui hasta el teléfono y allí encontré, sobre la mesita, el
celular de mi esposo. ¿A quién llamar, qué hacer? Prendí el televisor y miré
las noticias como quien oye llover, la mente hecha un nudo de dudas y la mano
sobre el teléfono, esperando que sonara… inútilmente.
En vez de llamar a alguien me quedé sentada frente
al aparato, sin verlo. Mi cabeza era un mar de conjeturas. El miedo a que mi
esposo me dejara me ganaba cada vez más. Él siempre me decía que estaba harto
de mi carácter, pero nunca creí ni tuve motivos para pensar que pudiera decir
“basta” alguna vez. Creo que pasaron varias horas, eternas horas en las que
estuve sentada, como desvanecida, bebiéndome una botella de vino y sumiéndome
en un sopor lento. No podía concebir mi vida sin Pablo.
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Desperté en algún momento de la tarde, con los
codos apoyados sobre la mesa y las sienes húmedas. Fijé la vista en el
televisor. Tardé unos minutos en enfocar la pantalla, y después de eso lo ví
todo claramente: “Se entregó el hombre que mató a su mujer a golpes tras una
discusión”… y la figura de Pablo, mi Pablo, con las manos esposadas subiendo a
un coche policial estacionado frente a nuestra casa.
Sólo entonces la imagen se volvió nítida y -como
un rayo- recordé los gritos y los insultos y los golpes. Sólo entonces me
recordé a mí misma, la cabeza golpeando con la mesa de vidrio de la cocina y el
charco de sangre y Pablo desesperado, gritando y llorando enardecido, como un
loco… “Dios mío, maté a mi mujer, maté a mi mujer”.
Sólo entonces comprendí muchas de las cosas que
habían sucedido (o no) ese viernes. Sólo entonces entendí que había vivido un
día entero vestida de fantasma. Sólo entonces, como en una pesadilla, me di
cuenta que la persona bajo la sábana, allí, en la camilla, era yo… un
desordenado despojo de carne y sangre escapándole a la vida, entre mi casa y la
ambulancia.