lunes, 24 de junio de 2013

El hombre que esperaba ver la muerte pasar



El letrero de la entrada es el mismo hace treinta años, y es casi tan lúgubre como la actividad que se lleva a cabo dentro del local. Sus letras descoloridas parecen entremezclarse con el olor profundo y algo nauseabundo de los nardos y los gladiolos -los que están y los que estuvieron. Por qué no, los que estarán. Todas las mañanas, una señora gorda y un tanto achacada por la edad se trepa a una escalera portátil y le da al letrero con una franela tan maltrecha como ella. A diario, dale que dale, la señora intenta -en vano­- sacarle algo de brillo al cartel, que lucha incansablemente contra la idea de relucir o llamar la atención.
Todo parece igualmente sucio y ajado en ese lugar, como si todas las cosas buenas -la alegría, la risa, los apretones de manos, las palabras positivas- hubieran decidido huir de allí desde el momento mismo en que apareció el instalador y colocó el anuncio: "Velatorios Pascual". Casi casi como si todas esas cosas hubieran estado esperando el momento de saber qué clase de negocio sería aquél, para definir su destino.
Al local se accede por una puerta estrecha, de madera, un poco derruida por la humedad y la falta de barniz. La puerta conduce a un breve pasillo oscuro, iluminado apenas por una bombita que pende en medio del techo. A un lado hay un salón pequeño -la oficina administrativa-, y un poco más atrás la sala velatoria, decorada totalmente en colores oscuros y sobrios, como corresponde a una sala velatoria que se precie de tal.
Yo tuve ocasión de entrar a ese horrible y patético lugar hace unos años, en circunstancias que prefiero no recordar demasiado. Sin embargo, diré que trabajaba para un periódico local, y me enviaron a cubrir el velorio de una mujer que había ahogado a su hijo recién nacido y luego se había suicidado... algo típico para mi profesión pero que -tengo la absoluta certeza- recordaré por el resto de mi vida, aunque parezca gracioso, por el pestilente olor de las flores que había enviado el marido de la difunta. ¡Y eran flores frescas!! Mi estupor, un poco menor que mi asco, me llevó a abandonar el velatorio ­dejando la nota vacante- y a perder, lógicamente, mi puesto en el periódico. Desde aquel momento, para mí el olor de la muerte se identifica con Velatorios Pascual.
En fin, el caso es que hace más de dos años vengo pasando cada mañana por la puerta del lugar, y por tal motivo asisto siempre al mismo espectáculo, el cual me ha dado la idea para escribir esta historia, aunque había jurado que mis tiempos de cuentista habían acabado ya.
Pues bien, resulta que Don Pascual -el dueño de la casa velatoria- a la hora de apertura del comercio se para muy derechito en el jardín delantero, las manos entrelazadas tras la espalda y la mirada escrutadora, expectante. Incluso cuando llueve o hace demasiado frío, Don Pascual invariablemente mira hacia fuera, protegido de las inclemencias del tiempo tras la ventana de la oficina. Al principio, yo creía que el hombre no tenía más motivación que la de no aburrirse mientras esperaba que le cayera algún "cliente". (Después de todo... ¿qué es un muerto para una pompa fúnebre, sino un cliente?). Sin embargo, al paso de los días, los meses y estos dos años de invariable actitud... no me ha quedado más remedio que concluir que Don Pascual espera cada mañana "ver a la muerte pasar". Sí. El viejo ya no espera que repique el teléfono y algún ser acongojado requiera de sus servicios, ya no espera tener que acondicionar la sala para recibir a algún pobre infeliz que tuvo la desgracia de morirse a los ochenta... él espera, simplemente, que esa mujer misteriosa pase y lo salude... o lo que es mejor, tener él la oportunidad de saludarla, desenlazando los brazos que reposan sobre su espalda y agitando los dedos levemente. Tantas noches y tantos días ha pasado Don Pascual velando muertos ajenos, encontrándose directamente con la cara de la muerte, que para él la muerte ya es como una amiga, como una buena conocida a la que debe aguardar cada día, a cada instante... porque si ella no existiera o se resistiera a instalarse en su local seguramente su vida ya no tendría sentido, y no le quedaría más que echarse en un sillón a soñarla... pero a soñarla, esta vez, para sí mismo. Porque, olvidé aclarar, hace años que para Don Pascual la casa velatoria es absolutamente todo lo que tiene en la vida.
Seguramente pronto vendrá un día en que la Muerte -esa desagradable costumbre que tenemos los seres humanos- por fin acertará a pasar delante de Don Pascual, pero no lo saludará agitando los deditos flacos en actitud cómplice... sino que se parará delante del viejo y lo envolverá en un gran abrazo... tantos años de compartir sus existencias y tantos años para por fin encontrarse el uno al otro... en un abrazo irremediable.
Y eso, seguramente, habrá de suceder una mañana de éstas... una mañana, porque está claro que si Don Pascual espera a la Muerte cada mañana, ella no será tan tonta de ir a visitarlo justamente cuando él esté en otro lugar. Eso sí que lo sabemos todos: la Muerte, cuando busca llevarse a alguien, sabe muy bien dónde encontrar lo, aunque el susodicho se esconda. Nunca falla, la guacha.



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