Definitivamente, no soy ésa.
Sin embargo, el día que llegué me miraron de
arriba a abajo, contaron todos mis deditos y hasta escrutaron el color de mis
ojos. “Qué hermosa bebé”, dijeron todos. Y tenían razón, lo digo sin falsa
modestia.
Tenían razón incluso cuando fui creciendo y
miraron mis ojos gris – verdoso, mi lacio cabello castaño, mi naricita
respingada y las pecas que surcaban mi carita feliz. “Qué hermosa nena”,
afirmaron todos, “Lástima que sea tan introvertida”.
El tiempo pasó lentamente, tan lentamente que en
un abrir y cerrar de ojos fui perdiendo la inocencia y la tersura, el color del
pelo y la nariz refinada.
Así, casi sin aviso e invadiéndolo todo, llegaron
los anuncios y las modelos, los talles pequeños y la anorexia. Ganaron las
calles, quisieron imponer su estilo y lo lograron.
Ahora, cada vez que me levanto y veo mis canas,
las arruguitas en los ojos, la nariz patricia igualita a la de abuela, las
manchitas rubí de mis mejillas… ahora me doy cuenta de que nunca fui, ni seré,
la chica hermosa de la propaganda. La del cabello brillante y largo, la de los
bucles de oro, la del cutis suave y límpido, la de los dientes blancos y
derechos. La del cuerpo que no muestra cicatrices ni flaccidez.
Jamás seré la que resplandece a toda hora en la
publicidad de la crema –la que cautiva al rubio galán-, nunca la que siempre
está en forma, la de las carnes firmes y la carente de celulitis. Nunca podré
estar siempre relajada y dispuesta, con la sonrisa colgada de la cara, jamás
sin el frizz en la cabeza ni las uñas prolijas o el bronceado perfecto. No, no
podré ser la jovencita eterna que cautiva a todos, ni la que sale en las
portadas de las revistas de moda. Nunca entraré en esos jeans diminutos, ni
podré usar el trikini y mucho menos hacer topless. Nunca podré disimular estas
ojeras incipientes sin usar demasiado maquillaje. No podré vivir pendiente todo
el día de mi cuerpo y mis hormonas.
No podré, así como tampoco podré sentirme poca
cosa, pese a ese malestar siniestro que me sobrecoge cuando miro sus rostros
estupendos en mi televisor o en los carteles.
Nunca podré ser ésa, ésa que llegó triunfante de
antemano al reparto de la belleza.
Y no me importa, de verdad no me importa. Aunque a
veces mi vanidad me juegue en contra y me invite a cerrar los ojos y apretarlos
fuerte, para imaginar por un segundo que sí soy ésa.
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