Un día soleado de invierno, y en esta oficina sin
ventanas no me queda más opción que recordar lo que he visto antes. Juncal y
Suipacha ya es parte de la zona refinada de este Buenos Aires polifacético, y
yo me encuentro confinada aquí, en un ámbito que no me pertenece pese a su
cotidianeidad.
Lo que me asombra del barrio es su carencia absoluta
de afinidad con las personas como yo, que amamos nuestro lugar simple y cálido,
lejos del centro y de los horarios. Pero la hostilidad de estas calles con mi
corazón no significa absolutamente nada: puedo, debo adaptarme.
Lo más terrible es la profunda dicotomía que ofrecen la Plaza San Martín, la
avenida Santa Fe, los hoteles, con los dos o tres linyeras que duermen cerca de
los peldaños de la iglesia del Socorro. Uno de ellos me inspira una verdadera
ternura: verlo tiritar bajo una raída manta en este invierno a veces tan frío y
tan lluvioso, me hace sentir que algo no está del todo bien en Juncal y
Suipacha. No puedo entender la tristeza y el hambre, la miseria y la desidia,
cuando en el bar de enfrente los habitués beben sus tragos sin mirar hacia
atrás. Yo, por más que quiera, no puedo ignorarlo. Pero a veces también olvido
recordarlo.
Juncal y Suipacha amanece, y él está allí. Juncal y
Suipacha anochece, y él ya se ha ido. Me pregunto dónde estará, dónde
descansará su cuerpo castigado, mientras las luces de los negocios se encienden
y los vecinos apurados, e incluso yo, corremos de un lado hacia otro para
escondernos en nuestra confortable coraza, cuatro paredes desde las cuales
olvidamos que la pobreza no duerme mientras Juncal y Suipacha está quieta.
Es triste, pero es así… mientras el pobre linyera se
acurruca y desfallece de hambre en la escalera de una iglesia de alcurnia, en la
calle Arroyo se vende un dibujo de Kuitca por 50. 000 pesos… En fin: podría
escribir un millón de palabras, pero para qué.
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